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martes, 10 de junio de 2014

El descampado de la noche. Antón Castro

 
Fotografía de Virginia Espa
 
 
El descampado de la noche
Antón Castro
Si algo define a Luz Rodríguez (Luarca, Asturias, 1961) es su pasión por la literatura. Una pasión intensa y a la vez despaciosa. En Huesca es una de esas figuras que siempre aparece y que se hace necesaria: en presentaciones, en tertulias, en recitales, allí donde la poesía asoma, allí donde la escritura estalla con sus metáforas o con sus inadvertidos gestos. Siempre está ahí, con su suavidad, con ese brillo de inteligencia y complicidad en la mirada, y también con sus secretos: sus notas, sus plaquettes, la nómina reciente de sus lecturas, su curiosidad. Luz Rodríguez escribe desde hace años con sosiego, desde un temblor de lentitud y de ritmo propio. Parece que destilase las palabras una a una, como un sorbo de noche: los sustantivos, los adjetivos, la luz y el embrujo de cada frase, la latitud de los desnudos del alma.
Luz se maneja en varios registros: ultima un libro de relatos, ha publicado poesía, por ejemplo Bullicio de desamor, que también habría sido un título adecuado para este poemario, frecuenta la literatura infantil y suele decir que en su incesante actividad abraza tres disciplinas: la filosofía, la psicología y la literatura. Imparte talleres de escritura, estudia a las mujeres escritoras o lo que también se llamaría la mirada de mujer (Katherine Mansfield, Anaïs Nin, Virginia Woolf, Clarice Lispector, Sylvia Plath o Anne Sexton serían algunas de sus devociones) y le gusta recitar su poesía: lo hace sola, con una personal puesta en escena, o en compañía del pianista y compositor Antonio Gil. A veces, en ese instante en que sale a fumar en la medianoche de una calleja oscense, da rienda suelta a las confidencias; declara que le interesan los poetas del silencio, Antonio Gamoneda por ejemplo, José Ángel Valente, la energía tumultuosa de Manuel Vilas, y se percibe que es una poeta que busca, que medita, que lee mucho y que carece de prisa. “En silencio acusaré la nostalgia de toda mortificación / mientras anhelo el ruido noble del deseo”, anota. Domina la ansiedad porque sabe que la buena poesía exige el paso de los días: la belleza se fermenta y se aquilata con tiempo y en la mudanza de las estaciones. Luz Rodríguez no es exactamente una poeta vertiginosa o intuitiva: el poema nace de la experiencia, de la intimidad, y poco a poco, como un edificio que se consolida en el aire y en la imaginación, alcanza su textura y su tersura óptimas. La exactitud de su armazón.
El pez de la despedida es un libro unitario, de un tema capital que desarrolla una espiral de diversos asuntos o argumentos. Tiene algo de cuaderno de música que desarbola sus melodías en torno al amor, o quizá a la sombra del desamor. En un espléndido poema, donde se asocia la casa con el islote donde todo se desploma, se dice: “Es una mujer despojada. / Una mujer que ya no se me parece”. En ese territorio de la decepción y de la ruptura, o del desaire, la protagonista del libro parece una extranjera de sí misma; la pasión quebrada la ha dejado exhausta, yerma, irreconocible en todos los espejos, en el hilván de la memoria y en la presencia del olvido, que empuja de manera inexorable. “Esta soledad ondea para parir otra /camuflada”, escribe.
El pez de la despedida sería, en ese sentido, la crónica de un adiós: “Pronto soñaré con otro amor que no me golpee la piel / contra el verdín del viento”. Y a la par, la protagonista dice que “pronto te llevarás el fardo moribundo de mis ojos” Es un libro con su atmósfera especial, con su tensión, con una estructura sólida que arranca con una cita de Roberto Juarroz; el poeta argentino comparte protagonismo con Goethe, con Rimbaud, con Virginia Woolf y con Rainer Maria Rilke; si buscamos otros asideros o referencias, hemos de decir que Luz Rodríguez le dedica una espléndido poema a Gustav Klimt, uno de los mejores: ‘No lo llames paraíso’, donde el universo de Klimt se opondría al de Poussin, y también evoca el universo de Turner.
He citado ‘No lo llames paraíso’ –la convivencia deja de ser un edén-, pero dentro de un tono personalísimo, elaborado con mimo y con beldad, hay otros poemas que se instalan en el mito, en el simbolismo y se alejan de la anécdota. Pienso en ‘Canción del mar’, en ‘Entendimiento’ (quizá uno de los textos que mejor explica el sabor de una derrota, el extrañamiento de la fractura, “la vana operación / de acuchillar el fuego”), en ‘Cordero de dios’, que constituye el cierre y contiene una descripción del amor y alude al título del volumen: “El amor / ese pez de bronceada piel / que le sobra a todo verso”.
El amor un tema eterno. Quizá sea el tema literario más universal porque es el más humano. Todos amamos y necesitamos que nos amen. Humana también es la muerte y anda por aquí en algún instante. Pero lo más importante de Luz Rodríguez es su contención, su sentido alegórico, su elegancia, la elección de un vocabulario concreto, la fabricación de una voz...
La fabricación de una voz supone muchas cosas: un modo de enfrentarse al lenguaje, un uso específico de las metáforas, un paseo por la fugacidad de la vida y una selección de los materiales; supone, sobre todo, honestidad, entrega, una percepción de los sentimientos, una poética de la tempestad (“Me hiere más de lo habitual / esta tormenta”), una expresión trabajada en todos sus detalles y en su hermosa destilación. He aquí otro ejemplo, en el poema ‘Guarida’: “Tampoco me viste nunca / recorrer el pasillo de la casa /como una oveja que se despeña / por el sumidero de una boa recostada. // ¿No me oías? // Ni amortiguada / en el vientre del reptil / era tan débil mi voz”. Quizá sea la composición más enigmática del libro y a la vez una de las más despojadas: hay un momento en los amantes dejan de oírse y acaban huyendo “al descampado de la noche”.

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