Ahuyentando fantasmas
Consideraciones en torno
al hecho de ser artista en el mundo de hoy (a orillas del Ebro)
Paco Rallo
12 de Octubre de 2008
Como un homenaje
particular, recojo como título general para este breve ensayo, el homónimo a la
exposición del gran artista neoyorquino Jean-Michel Basquiat, que pude
disfrutar recientemente en la muestra organizada por la fundación Marcelino
Botín de Santander, en la cual se presentaron 45 excelentes obras
correspondientes a su periodo de producción entre 1981-1988; año éste último en
que muere trágicamente por sobredosis de opiáceos y cocaína, con tan sólo 27
años. Algunas de las obras expuestas en esta muestra, «Ahuyentando fantasmas»
de Basquiat, entre ellas especialmente «Eroica II, 1988», me recordaron
vivamente a ciertos trabajos del artista zaragozano Manolo Marteles realizados
a mediados de los setenta, periodo en que el aragonés militaba, al igual que
yo, dentro del Grupo Forma (1972-1976). Este recuerdo se concentró, muy
específicamente, en su obra «Down Among the sheltering palms (b), 1975», perteneciente a una época en la cual
Marteles desarrollaba con total libertad como artista y como escritor su parte
más creativa, incorporando textos y collages
a esas pinturas tan características suyas, realizadas sobre heterogéneos y
sorprendentes soportes: puertas de panel, papeles de todas clases, pintados con
esmaltes sintéticos o enriquecidos conceptual y formalmente con textos
manuscritos de bolígrafo, etc, etc. La proximidad del espíritu de estas obras
me lleva al convencimiento de que, en caso de haberse conocido, ambos artistas
se hubieran llevado estupendamente.
De arte y artistas
Ningún
gran artista ve las cosas como son en realidad; si lo hiciera, dejaría de ser
artista.
Oscar
Wilde
Esta misteriosa analogía
entre obras y artistas separados en el espacio y en el tiempo y, sin embargo,
unidos por un imperceptible hilo de afinidades –¿espirituales?–, me ha dado pie
a reflexionar, primero in mente y, más tarde por escrito, sobre la misteriosa
proximidad que a menudo existe entre los artistas plásticos o visuales, aún a
pesar de las diferencias de tiempo y lugar. Desde que se forjara hace siglos,
Aragón puede presumir de ser cantera de numerosos e importantes artistas y de
aportar al mundo relevantes figuras que han enriquecido, y revolucionado en
ocasiones, el arte universal. A este respecto, no hace falta que cite nombres
por todos conocidos. La muestra
colectiva «Rarezas de Artista», que se presenta en el claustro del monasterio
nuevo de San Juan de La Peña (Huesca), magníficamente recuperado como
hospedería por el Gobierno de Aragón, es un ejemplo de exposición con obras de
artistas aragoneses actuales comprometidos, con una calidad indiscutible en sus
propuestas y perfectamente exportable a cualquier parte del mundo.
En cierta ocasión,
hablando de arte con el también zaragozano, artista y amigo Sergio Abraín,
coincidíamos ambos en que no es posible apreciar una gran diferencia entre el
trabajo que vienen realizando los artistas de cualquier gran capital del mundo,
y el que se realiza en nuestra comunidad. Y es que resulta obvio el hecho de
que las diferencias que puedan existir, no son en realidad de índole artística,
sino que radican en esa carencia crónica de iniciativa privada que nos aqueja,
y en esa indiferencia institucional que padecemos, con una casi inexistente
política cultural que, muy al contrario de cumplir el papel que debería
-ayudar, promocionar y defender a nuestros artistas plásticos y visuales,
realmente y en la práctica– se evade en exposiciones de relumbrón, engalanadas
con el sospechoso brillo de todo lo que llega de fuera; este último punto
supone una inquietud generalizada entre nuestros compañeros de fatigas, el
gremio de los artistas plásticos. Como, también, el preocupante hecho que no
estamos de moda –no interesamos–, mientras se promocionan en mayor medida otras
artes hermanas, como las escénicas y musicales, o, en general, el mundo de los
escritores… ¿deben ser, por tanto, estas artes más “políticamente correctas”?
Tal vez el problema principal radique en la falta de unión gremial que nos
empeñamos en mantener entre nosotros mismos, los propios interesados; una unión
tan básica de cara a impulsar cualquier reivindicación, por mínima que sea.
Vergonzoso es que Zaragoza -la quinta ciudad española- no tenga una política de
compras, de adquisiciones de obras artísticas para espacios urbanos y, sabido
es por todos, como se conceden y adjudican este tipo de proyectos demenciales
que van poblando nuestras calles y avenidas, como a la chita callando, de
verdaderas aberraciones pseudoescultóricas. Obras, en numerosas ocasiones ni
siquiera proyectadas por artistas, sino por los propios burócratas que manejan
los fondos a su antojo. Mientras... nadie protesta. Pero aún podemos seguir
indignándonos, recordando la carencia de una facultad de Bellas Artes en
Zaragoza, la lamentable situación de que nuestras instituciones no sean capaces
de crear un centro de Arte Actual y vivo, mientras, en cambio, otras ciudades
mucho más pequeñas que la nuestra lo tienen y mantienen, siendo referentes
especializados en diversas parcelas de nuestro arte; un problema mucho más
reciente –tal vez la demostración más palpable de esa minusvaloración que
estamos recibiendo a todos los niveles–, ha sido la ignorancia y el mal trato
dado a los artistas aragoneses durante la pasada Exposición Internacional
Zaragoza 2008…
Así, se da la paradoja de
que, mientras nuestro espíritu está próximo, nuestros problemas son muy
diferentes a los de otras partes del mundo desarrollado. Aquí, en Aragón, se
está muy lejos de ese gran negocio que mueve el mundo del arte en términos económicos,
de la gran riqueza que genera a la sociedad en que participan sus diferentes
sectores empresariales, comerciales e institucionales, creando numerosos
puestos de trabajo especializado. Aunque en este esquema imperante los menos
beneficiados seamos siempre los artistas, a los cuales, para mayor sarcasmo,
una parte de la sociedad nos considera como verdaderos parásitos… ¡Estamos
jodidos!.. como dijo la novelista francesa de origen ruso, Elsa Triolet: «Crear
es tan difícil como ser libre».
Excitación y soledad durante el acto de creación
El pintor es el artista que toma más decisiones
por minuto mientras
trabaja.
Antonio
Saura
En nuestro trabajo
cotidiano, los artistas disponemos del tiempo de una manera muy personal. A la generalidad de la gente, le
resulta difícil comprender nuestros horarios, caprichos o manías, la
preparación ritual que necesitamos para estar receptivos en la hora mágica en
que el acto creativo sucede. El escultor rumano Constantin Brâncusi declaró, «Las
cosas no son difíciles de hacer, lo que es difícil es ponerse en situación de
hacerlas». La verdad es que, como cualquier otro trabajador, debemos
protegernos y asumir ciertos riesgos mentales y físicos, en una labor que puede
llegar a ser tan extenuante, como obsesiva o excitante. Muchos, al no estar
sometidos a la rutina, ni seguir los dictados del calendario o el reloj,
dependen de su estado de excitación y soledad para que su proceso de creación
obtenga éxito. Diríamos que… se quedan suspendidos… Y pueden pasar días y
noches de trabajo sin descanso, olvidándose del entorno que les rodea; los hay
que necesitan tomar estimulantes, que fuman un cigarrillo tras otro –en los
estudios no impera la ley antitabaco, ni muchas otras normas– o incluso beben
de una manera compulsiva… Aunque, en realidad, podemos encontrarlos de todas
las tipologías: metódicos, raros, maniáticos e incluso los que han hecho de su
trabajo una factoría como fue la de Andy Warhol…
En el mundo íntimo de los
artistas los abusos suelen ser muchos. El grado de excitación que provoca el
estar trabajando durante horas puede llevar al hedonismo, pero también al
sufrimiento, al cansancio, a la angustia o al nerviosismo extremo. Muchas veces
el suicidio, el infarto, el cáncer de pulmón, las drogas, el sida o incluso la
locura, esperan a la vuelta de la esquina. ¡Son muchos los caídos por la
causa!. Es el único pago al divino regalo de la creatividad. Mi «hermano» el
pintor Enrique Trullenque, pensaba que «La pintura es un acto solitario en
mundo de seres solitarios»; realmente, en este trabajo se necesita mucha
concentración, que sólo se consigue en soledad; por eso decíamos que hay que
prepararse para el ritual, absorber y digerir mucho y muy variado, del mundo de
las formas y de la propia vida, antes de que suceda: experiencias intensas,
iconos e imágenes ajenas de artistas preferidos, imágenes propias, libros de
consulta, materiales de trabajo… Y, según cada artista, esto se puede aderezar
con bebidas –aquí entran todas las posibilidades a elegir, desde las frías con
hielo, a las más calientes–, todo tipo de estimulantes, la compañía de la
música –según gustos– o incluso la voz amiga de una emisora de radio que por la
noche ayude a soportar mejor las horas. Conozco a algunos que cuentan con un
animal de compañía que les ayuda a conectar con la realidad y la calidez de la
vida, como para establecer virtualmente esa necesaria proximidad con la
naturaleza, de la que no participan enclaustrados en su estudio como están.
Como profesionales,
nuestro compromiso no finaliza después de crear las obras y almacenarlas.
Muchas veces estamos obligados a viajar para promocionarnos y abrir nuevos
mercados, a asistir a eventos sociales y exposiciones, y a elaborar nuestro
discurso con coherencia y altura intelectual. Además, están los sempiternos
pequeños problemas y gestiones del día a día que es preciso resolver, que no es
muy compatible con nuestra tendencia general a ser caóticos y despistados…
Aunque parezca lo contrario, la nuestra es una vida saturada de sacrificios y
de satisfacer voluntades ajenas, para ser después, muchas veces, juzgados con
ligereza por el advenedizo o caprichoso de turno, cuando no estafados, o
esquilmada nuestra producción por cantamañanas o mercaderes sin escrúpulos, que
hay bastantes en este mercado... Pero resistimos heroicamente, todo lo
soportamos con una dignidad de verdaderos «Príncipes de la Creación», que es lo
que realmente somos, según definición de Joan Miró.
Estados de ánimo y su reflejo en la obra
Un cuadro en un museo probablemente
oye más comentarios necios
que
ninguna otra cosa en el mundo.
El acto creativo esta
fuertemente condicionado por el estado de ánimo en que se encuentre el artista
en el preciso momento en que la creación surge, e influirá decisivamente en el
resultado final de la obra. Es bien sabido que solemos ser sensibles y
analíticos, muy intuitivos, e interpretamos la vida como lo hacen los chamanes; también es destacable la
tendencia obsesiva –e incluso paranoica– de algunos con lo cotidiano, lo que
les lleva a adelantarse a los acontecimientos: nuestra historia del arte más
reciente está llena de ejemplos. Los grandes temas que el colectivo trabaja
desde siempre en sus obras son los grandes temas de la vida, que es lo que nos
gusta: entre otros muchos, el amor, el sexo, la muerte, la espiritualidad, lo
cotidiano, el pensamiento científico, histórico, cultural, filosófico y
metafísico. En definitiva somos como esponjas, observadores y curiosos de todo
lo que late o exhala un poco de vida a nuestro alrededor.
Nos entusiasman los nuevos
retos, como un cambio a un estudio más grande y luminoso, un encargo
específico, una exposición individual o colectiva a realizar… Pero lo que más
nos excita es cualquier cambio hacia propuestas nuevas en nuestra obra, la
experimentación en nuevos materiales y soportes… Es importante que la obra
repose, olvidarla durante un tiempo para poder analizarla más tarde con mayor
equidad. Tras este periodo de “cuarentena” a veces decidimos destruir las obras
que no emocionan, que no trasmiten lo suficiente, para mostrar al público sólo
lo mejor de la producción.
«Hay millones de artistas
que crean; sólo unos cuantos miles son aceptados o, siquiera, discutidos por el
espectador; y de ellos, muchos menos todavía llegan a ser consagrados por la
posteridad». Esta frase de Marcel Duchamp, que tiene la contundencia de un
epitafio, es tan real que casi entristece el decirla. Es cierto que el arte
está en constante revisión y que grandes artistas, durante siglos olvidados,
son rescatados por generaciones posteriores siendo posicionados en su tiempo.
Suena a consuelo pero sucede. Como también sucede lo contrario y algunos que
fueron ensalzados en su momento caen en el sueño de los justos. Porque, como
señalaba el maestro surrealista Max Erns «El arte no tiene nada que ver con el
gusto. No existe para que se le pruebe»,
Pasión gremial y oficio
Cuando comienzas una pintura es algo que está fuera de
ti.
Al terminarla, parece que te hubieras instalado dentro de
ella.
Fernando
Botero
Con el paso del tiempo, el artista va adquiriendo un
progresivo conocimiento de su oficio, llegando a dominar los diversos y
variados materiales, soportes y herramientas específicos de su trabajo,
disfrutado en las diferentes fases del proceso creativo, como un verdadero
alquimista de los tiempos modernos. Para desarrollar adecuadamente esta
compleja actividad que es el arte, lo natural es que se tenga estudio propio o,
menos corrientemente, llegar a compartir el espacio de trabajo con otros
compañeros. Estos talleres de artista suelen tener un gran encanto
para el profano y, aunque cada uno de ellos tiene por supuesto su forma y su
“historia” particulares, puede establecerse una estructura evolutiva “tipo”,
que podría aproximarse a la de la siguiente descripción: en los comienzos, el
artista incipiente suele emplear una habitación de la casa donde vive con sus
padres; después pasa por las famosas buhardillas y otros diversos espacios,
hasta poder acceder a la situación ideal para la inmensa mayoría, que es la de
contar con un local propio y grande o, mejor aún, con una nave industrial.
Estos espacios creativos recuerdan mucho a esos grandes desvanes repletos de cachivaches y de
polvo, con grandes mesas siempre llenas de papeles, revistas, libros…todo ello
mezclado con bocetos y proyectos en marcha, y otros variados objetos
inenarrables que nadie sabe para qué sirven, pero allí están. Al final, siempre
falta sitio y se acaba instalando el laboratorio de trabajo en un reducido
espacio, una especie de “hueco” creativo donde se puedan experimentar las
ideas, no importa si son posibles o imposibles. Muchos artistas son
coleccionistas, pero sin serlo –aunque esto parezca una perogrullada– porque su
finalidad no es la misma que la de aquellos. En su momento, sabrán encontrar la
posible utilidad de todo lo atesorado siempre en relación con su creatividad o,
simplemente, compartirán su vida con estos objetos durante años, en muda
compañía: los objetos también saben hablar a quien conoce su misterioso
lenguaje. Aunque, los hay maniáticos con el orden y la limpieza, éstos son los
menos, y en los estudios predomina un “caos controlado” que cada uno viste con
su peculiar personalidad. El pintor muralista ruso-mexicano Vladimir Kibalchich
nos recuerda que «El pintor no usa palabras, usa materiales, trabaja el
sentimiento con la mirada y el cerebro. El color es un lenguaje, como la
música».
Nunca he llegado a saber
exactamente por qué extrañas razones los artistas tenemos tendencia a trabajar
en grandes formatos, si todo está en contra: económicamente son una ruina, son
más problemáticos de realizar y más difíciles de comercializar. Tal vez lo que
sucede es que el artista percibe como un gran reto el gesto de dominar las
grandes superficies, porque éstas no le constriñen y le permiten una mayor
libertad creativa. También cuenta el ego, por supuesto, que queda mucho más
satisfecho tras ganar la lucha en un gran campo de batalla. Pero, al final, la
realidad se impone y resulta que estos grandes formatos están destinados, por
lo general, a ser almacenados por muchos años, a la espera –la esperanza es lo
último que se pierde– de una gran exposición que revise la producción de una
vida entera, ya al final de los días. O, como sucede casi siempre, en alguna
exposición póstuma que, para el propio interesado, siempre llega demasiado tarde.
Leonardo da Vinci nos dice de la muerte «Así como una jornada bien empleada
produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa una dulce muerte».
Vanagloria como protección
No
es necesario creer en lo que dice un artista, sino en lo que hace.
Narciso, enamorado de su
hermosura, y Baco, anfitrión festivo hasta el infinito, son dos señas de
identidad sagradas para los artistas. Como Narciso, el creativo suele ser
vanidoso porque su trabajo es extraer belleza de donde nada hay, como reflejo
de sí mismo. Pero, a menudo también, tiene la autoestima algo desmesurada, quizá
como un escudo de protección ante un entorno que le es hostil. Cuando el ego se
le dispara mucho, puede convertirse en una situación incómoda o irritante para
los demás. Por su formación e intuición vive con intensidad, celebra la vida
como Baco, llevándola al límite como si fuera su último día; necesita sentirse
vivo: tiene la virtud de adaptarse a lo que posee –que suele ser más bien poco– pero vivirlo con gran intensidad. Ama y sufre con la misma pasión. Es un
estupendo compañero de viaje, sentimental hasta la médula, infiel por
naturaleza, amigo de sus amigos y sibarita de todos los placeres, incluso del
de la mesa… Recuerdo que cuando conocí a Pedro Tramullas, uno de los mejores
artistas que yo he tratado –y son muchos los que he conocido– al que adopté
como mi hermano mayor, me comentó que estando en la facultad de Bellas Artes de
París, en torno al año del famoso mes primaveral, trabajaba en un restaurante
sólo un día a la semana, como complemento a su precaria economía. Un día a la
semana era el encargado de reparar lo mejor de la cocina española (tortilla de
patata, paella, chipirones al vino rancio…). Los otros seis, los cubrían otros
seis artistas de diferentes nacionalidades; cada día podían cambiar así de
menú, tansformando un simple restaurante en un verdadero tour de cocina
internacional. Siempre me pareció ésta una idea brillante que decía mucho de la
inteligencia y sensibilidad del dueño de este negocio parisino, que había
sabido advertir que el artista es tan creativo en su obra como puede serlo en
los fogones. Porque, al fin y al cabo, el oficio es cocina y alquimia.
Tristemente, con los años, ese continuo excederse pasa factura. Pero, ¿quién
quiere perderse este canto a la libertad y al disfrute de los placeres mundanos
que es para muchos de nosotros la vida, la única existencia que –sepamos– nos
ha tocado en suerte vivir? La intensidad de la vida de los artistas, incluso cuando
mueren jóvenes, es como un triple que la de cualquier otro profesional.
Y aquí, con este revivir
el goce de la vida, pongo punto final a este escrito. Muy personal y –espero–,
representativo al mismo tiempo del mundo más íntimo de esta colectividad llena
de peculiaridades y rarezas, pero humana, muy humana, que somos los artistas.
Aprovecho antes de despedirme, para recordar a mis amigos pintores que tristemente
me faltan, que ya se fueron: Enrique Trullenque, Antonio Fortún, Pepe Ocaña,
Pepe Ortega, Víctor Mira, Ángel Maturén, Vicente Pascual Rodrigo… y
especialmente a mi padre el escultor Francisco Rallo Lahoz. A todos ellos, de
los que tanto me acuerdo, les dedico esta frase de la actriz californiana Tiffani
Amber Thiessen: «El requisito definitivo para la grandeza de un artista es su
propia muerte».
Rallo, Paco: «Ahuyentando fantasmas», en el catálogo de la exposición Rarezas de artista, Turismo de Aragón, Gobierno de Aragón, 2008, pp. 27-37. Comisario: Manuel Pérez-Lizano.
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