Fotografía de Virginia Espa
El
descampado de la noche
Antón
Castro
Si algo define a Luz
Rodríguez (Luarca, Asturias, 1961) es su pasión por la literatura. Una pasión
intensa y a la vez despaciosa. En Huesca es una de esas figuras que siempre
aparece y que se hace necesaria: en presentaciones, en tertulias, en recitales,
allí donde la poesía asoma, allí donde la escritura estalla con sus metáforas o
con sus inadvertidos gestos. Siempre está ahí, con su suavidad, con ese brillo
de inteligencia y complicidad en la mirada, y también con sus secretos: sus
notas, sus plaquettes, la nómina reciente de sus lecturas, su curiosidad. Luz
Rodríguez escribe desde hace años con sosiego, desde un temblor de lentitud y
de ritmo propio. Parece que destilase las palabras una a una, como un sorbo de
noche: los sustantivos, los adjetivos, la luz y el embrujo de cada frase, la
latitud de los desnudos del alma.
Luz se maneja en varios
registros: ultima un libro de relatos, ha publicado poesía, por ejemplo Bullicio de desamor, que también habría
sido un título adecuado para este poemario, frecuenta la literatura infantil y
suele decir que en su incesante actividad abraza tres disciplinas: la
filosofía, la psicología y la literatura. Imparte talleres de escritura,
estudia a las mujeres escritoras o lo que también se llamaría la mirada de
mujer (Katherine Mansfield, Anaïs Nin, Virginia Woolf, Clarice Lispector,
Sylvia Plath o Anne Sexton serían algunas de sus devociones) y le gusta recitar
su poesía: lo hace sola, con una personal puesta en escena, o en compañía del
pianista y compositor Antonio Gil. A veces, en ese instante en que sale a fumar
en la medianoche de una calleja oscense, da rienda suelta a las confidencias;
declara que le interesan los poetas del silencio, Antonio Gamoneda por ejemplo,
José Ángel Valente, la energía tumultuosa de Manuel Vilas, y se percibe que es
una poeta que busca, que medita, que lee mucho y que carece de prisa. “En
silencio acusaré la nostalgia de toda mortificación / mientras anhelo el ruido
noble del deseo”, anota. Domina la ansiedad porque sabe que la buena poesía
exige el paso de los días: la belleza se fermenta y se aquilata con tiempo y en
la mudanza de las estaciones. Luz Rodríguez no es exactamente una poeta
vertiginosa o intuitiva: el poema nace de la experiencia, de la intimidad, y
poco a poco, como un edificio que se consolida en el aire y en la imaginación,
alcanza su textura y su tersura óptimas. La exactitud de su armazón.
El
pez de la despedida es un libro unitario, de un tema capital que
desarrolla una espiral de diversos asuntos o argumentos. Tiene algo de cuaderno
de música que desarbola sus melodías en torno al amor, o quizá a la sombra del
desamor. En un espléndido poema, donde se asocia la casa con el islote donde
todo se desploma, se dice: “Es una mujer despojada. / Una mujer que ya no se me
parece”. En ese territorio de la decepción y de la ruptura, o del desaire, la
protagonista del libro parece una extranjera de sí misma; la pasión quebrada la
ha dejado exhausta, yerma, irreconocible en todos los espejos, en el hilván de
la memoria y en la presencia del olvido, que empuja de manera inexorable. “Esta
soledad ondea para parir otra /camuflada”, escribe.
El
pez de la despedida sería, en ese sentido, la crónica de un
adiós: “Pronto soñaré con otro amor que no me golpee la piel / contra el verdín
del viento”. Y a la par, la protagonista dice que “pronto te llevarás el fardo
moribundo de mis ojos” Es un libro con su atmósfera especial, con su tensión,
con una estructura sólida que arranca con una cita de Roberto Juarroz; el poeta
argentino comparte protagonismo con Goethe, con Rimbaud, con Virginia Woolf y
con Rainer Maria Rilke; si buscamos otros asideros o referencias, hemos de
decir que Luz Rodríguez le dedica una espléndido poema a Gustav Klimt, uno de
los mejores: ‘No lo llames paraíso’, donde el universo de Klimt se opondría al
de Poussin, y también evoca el universo de Turner.
He citado ‘No lo llames
paraíso’ –la convivencia deja de ser un edén-, pero dentro de un tono
personalísimo, elaborado con mimo y con beldad, hay otros poemas que se
instalan en el mito, en el simbolismo y se alejan de la anécdota. Pienso en
‘Canción del mar’, en ‘Entendimiento’ (quizá uno de los textos que mejor
explica el sabor de una derrota, el extrañamiento de la fractura, “la vana
operación / de acuchillar el fuego”), en ‘Cordero de dios’, que constituye el
cierre y contiene una descripción del amor y alude al título del volumen: “El
amor / ese pez de bronceada piel / que le sobra a todo verso”.
El amor un tema eterno.
Quizá sea el tema literario más universal porque es el más humano. Todos amamos
y necesitamos que nos amen. Humana también es la muerte y anda por aquí en
algún instante. Pero lo más importante de Luz Rodríguez es su contención, su
sentido alegórico, su elegancia, la elección de un vocabulario concreto, la
fabricación de una voz...
La fabricación de una voz
supone muchas cosas: un modo de enfrentarse al lenguaje, un uso específico de
las metáforas, un paseo por la fugacidad de la vida y una selección de los
materiales; supone, sobre todo, honestidad, entrega, una percepción de los
sentimientos, una poética de la tempestad (“Me hiere más de lo habitual / esta
tormenta”), una expresión trabajada en todos sus detalles y en su hermosa
destilación. He aquí otro ejemplo, en el poema ‘Guarida’: “Tampoco me viste
nunca / recorrer el pasillo de la casa /como una oveja que se despeña / por el
sumidero de una boa recostada. // ¿No me oías? // Ni amortiguada / en el
vientre del reptil / era tan débil mi voz”. Quizá sea la composición más
enigmática del libro y a la vez una de las más despojadas: hay un momento en
los amantes dejan de oírse y acaban huyendo “al descampado de la noche”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario