Paco Rallo, Luz Rodrígez y Antón Castro.
Teatro Principal de Zaragoza.
8 de julio de 2014.
“La poesía no
tiene sexo”
Antón Castro.
Zaragoza | Actualizada 08/07/2014
Luz Rodríguez (Luarca, Asturias, 1961), licenciada en
Filosofía y Ciencias de la Educación, es escritora. Lleva varios años afincada
en Huesca. Ganó el X Premio Gil de Biedma. Esta tarde, en el Teatro Principal,
presenta su poemario ‘El
pez de la despedida’ (El Párpado Sumergido. Zaragoza, 2014),
ilustrado por María Maynar (Zaragoza, 1959), en compañía del músico Antonio Gil
al piano.
¿Cómo nació ‘El pez de la despedida’?
Empezó a gestarse hace unos seis años. Por entonces escribía una novela que exigía un esfuerzo sostenido, interminable. Necesitaba echar fuera otros raptos líricos, otras fulguraciones, volcar lava que no se ajustaba a ese registro narrativo y darle curso. Interrumpí la novela y recuperé la poesía que me prometía, además, el don de ver el fruto acabado. El poemario nace de la necesidad de fundir experiencias vitales y escritura aunque después se aleja por sus propios senderos de expedición y se vuelve un trasunto de lo que lo motivó.
Tiene algo de crónica autobiográfica de un desamor, de una pérdida...
No me interesa tenerme a mí misma como objeto de reflexión y destino salvo en la medida en que lo que escriba pueda ser representativo del sentir de los otros, de algo que sobrepasa lo personal y se diluye en el torrente sanguíneo común.
¿A qué alude el título?
Alude a la visión del amor como ese pez a punto de escurrírsenos de las manos. El pez es también su esqueleto potencial, el esqueleto que queda una vez devorada su carne blanca. Y ese esqueleto visto en horizontal es una caligrafía, un bello nombre de lo muerto, de lo que ha sucumbido ante nuestra voracidad. Es esa palabra descarnada que se nos columpia en la memoria como una letanía. De la pérdida o del abandono del ser que amamos nos resta apenas repetir su nombre en el vacío. De ahí los versos: “Pero tu nombre es tu nombre es tu nombre/ esqueleto de pez/ que seguiré acunando con obcecados labios”.
¿Qué busca con la poesía?
Busco Ítaca, saberme imperfecta mientras camino lo mejor que sé y dar por bueno ese esfuerzo. Busco, como Jorge Luis Borges, esa lluvia que sucede en el pasado. En esto se resume todo, en encontrar esa lluvia imposible. En emocionarse si la vislumbro al albur de un verso, de un fogonazo.
¿Cómo ha trabajado el lenguaje?
Bajo la idea de que fondo y forma se necesitan mutuamente. Empiezo a escribir a menudo de manera intuitiva, casi desbocada; incluso, en el caso de este libro, con vértigo, con cierta atracción del abismo. Entonces acabo extenuada, humeando como ese fusil recién disparado del que habló Cesare Pavese. Después viene el cambio de turno, el trabajo reflexivo, la poda estilística, el celo formal, la labor despaciosa que puede prolongarse meses, años... o días, y que acato sin prisas.
Hay siempre un tono ambivalente: de placer y de rechazo, de deseo y de dolor, de exaltación y llanto. ¿Cómo entiende el amor?
El amor lo entiendo bajo la máxima de que solo se es dueño o dueña de lo que se da. Y luego la vida se encarga de imponerte sus leyes para que te enteres de lo peliagudo y doloroso que es estar a la altura de tus buenas intenciones. Es inevitable esa ambivalencia entre deseo y rechazo, dolor y exaltación, indefensión y valor. Es un camino de conocimiento que no ha de desdeñarse por sinuoso que sea. Se escribe con otro compromiso, con otra comprensión, con otra lentitud consciente, desde la experiencia del abandono o de la pérdida, al igual que nunca se vuelve a escribir como antes tras la experiencia de la muerte.
¿Qué le debe este libro a lo onírico?
Le debe el sustrato simbólico, las imágenes que proceden de mundos submarinos y que están en mi biografía emocional desde pequeña, desde que soñaba con el mundo acuático y misterioso que me circundaba, que amaba y temía. Hay en el libro imágenes, metáforas que se presentan en mis sueños en analogía con las algas y arrecifes que emboscan a la mujer del poemario como trabándole la esperanza. Aunque un espécimen marino o la furia de un mar soberbio representa también la rebelión, el vitalismo, la alegría de la lucha y la promesa de lo desconocido.
¿Qué importancia tienen en su obra la música y la pintura?
Esencial. La pintura y la música nacen de la misma fuente de curiosidad que la escritura. Son otros lenguajes que me amparan y que necesito expresar, recrear. Por otro lado, me viene de antiguo: en mi casa se escribía, se recitaba, mis padres eran locos cuentistas orales, se dibujaba mucho y había música y teatro y charadas y mucho drama y mucho sentido del humor... Todo hallazgo artístico infantil era festejado más que una alta nota académica.
¿Por qué le atrae tanto el mundo de la mujer, la mirada femenina?
Hablo desde mi voz y me tomo a mí misma como sujeto poético desde el que desgranar los misterios. No siempre me comprendo y escribo para averiguarlo, para aprehenderme y para saber quiénes son los otros. En ese proceso prende en mí la conciencia de lo que advierto en otras mujeres; entra en lid su sentir ante disyuntivas que nos son comunes y ante las que ellas suelen decirme que se identifican. Pero no porque que en el poemario sea una mujer la que habla doy ninguna fe de un divorcio entre mundo femenino y masculino. Ya sabemos que la poesía no tiene sexo.
¿Cómo ha sido la colaboración con la pintora María Maynar?
Hubo una conexión instantánea, alentadora, mutuamente entusiasta. Leyó los poemas tres veces seguidas, expresó su conmoción y cómo se desató en ella el imaginario que compartimos, esos peces caprichosos, arrecifes cimbreantes, el perfil de un rostro tendido con los ojos vendados vueltos sobre sí mismos para calar en arenas abisales cuando el mundo se vuelve hostil, opaco, airado.
¿Cómo nació ‘El pez de la despedida’?
Empezó a gestarse hace unos seis años. Por entonces escribía una novela que exigía un esfuerzo sostenido, interminable. Necesitaba echar fuera otros raptos líricos, otras fulguraciones, volcar lava que no se ajustaba a ese registro narrativo y darle curso. Interrumpí la novela y recuperé la poesía que me prometía, además, el don de ver el fruto acabado. El poemario nace de la necesidad de fundir experiencias vitales y escritura aunque después se aleja por sus propios senderos de expedición y se vuelve un trasunto de lo que lo motivó.
Tiene algo de crónica autobiográfica de un desamor, de una pérdida...
No me interesa tenerme a mí misma como objeto de reflexión y destino salvo en la medida en que lo que escriba pueda ser representativo del sentir de los otros, de algo que sobrepasa lo personal y se diluye en el torrente sanguíneo común.
¿A qué alude el título?
Alude a la visión del amor como ese pez a punto de escurrírsenos de las manos. El pez es también su esqueleto potencial, el esqueleto que queda una vez devorada su carne blanca. Y ese esqueleto visto en horizontal es una caligrafía, un bello nombre de lo muerto, de lo que ha sucumbido ante nuestra voracidad. Es esa palabra descarnada que se nos columpia en la memoria como una letanía. De la pérdida o del abandono del ser que amamos nos resta apenas repetir su nombre en el vacío. De ahí los versos: “Pero tu nombre es tu nombre es tu nombre/ esqueleto de pez/ que seguiré acunando con obcecados labios”.
¿Qué busca con la poesía?
Busco Ítaca, saberme imperfecta mientras camino lo mejor que sé y dar por bueno ese esfuerzo. Busco, como Jorge Luis Borges, esa lluvia que sucede en el pasado. En esto se resume todo, en encontrar esa lluvia imposible. En emocionarse si la vislumbro al albur de un verso, de un fogonazo.
¿Cómo ha trabajado el lenguaje?
Bajo la idea de que fondo y forma se necesitan mutuamente. Empiezo a escribir a menudo de manera intuitiva, casi desbocada; incluso, en el caso de este libro, con vértigo, con cierta atracción del abismo. Entonces acabo extenuada, humeando como ese fusil recién disparado del que habló Cesare Pavese. Después viene el cambio de turno, el trabajo reflexivo, la poda estilística, el celo formal, la labor despaciosa que puede prolongarse meses, años... o días, y que acato sin prisas.
Hay siempre un tono ambivalente: de placer y de rechazo, de deseo y de dolor, de exaltación y llanto. ¿Cómo entiende el amor?
El amor lo entiendo bajo la máxima de que solo se es dueño o dueña de lo que se da. Y luego la vida se encarga de imponerte sus leyes para que te enteres de lo peliagudo y doloroso que es estar a la altura de tus buenas intenciones. Es inevitable esa ambivalencia entre deseo y rechazo, dolor y exaltación, indefensión y valor. Es un camino de conocimiento que no ha de desdeñarse por sinuoso que sea. Se escribe con otro compromiso, con otra comprensión, con otra lentitud consciente, desde la experiencia del abandono o de la pérdida, al igual que nunca se vuelve a escribir como antes tras la experiencia de la muerte.
¿Qué le debe este libro a lo onírico?
Le debe el sustrato simbólico, las imágenes que proceden de mundos submarinos y que están en mi biografía emocional desde pequeña, desde que soñaba con el mundo acuático y misterioso que me circundaba, que amaba y temía. Hay en el libro imágenes, metáforas que se presentan en mis sueños en analogía con las algas y arrecifes que emboscan a la mujer del poemario como trabándole la esperanza. Aunque un espécimen marino o la furia de un mar soberbio representa también la rebelión, el vitalismo, la alegría de la lucha y la promesa de lo desconocido.
¿Qué importancia tienen en su obra la música y la pintura?
Esencial. La pintura y la música nacen de la misma fuente de curiosidad que la escritura. Son otros lenguajes que me amparan y que necesito expresar, recrear. Por otro lado, me viene de antiguo: en mi casa se escribía, se recitaba, mis padres eran locos cuentistas orales, se dibujaba mucho y había música y teatro y charadas y mucho drama y mucho sentido del humor... Todo hallazgo artístico infantil era festejado más que una alta nota académica.
¿Por qué le atrae tanto el mundo de la mujer, la mirada femenina?
Hablo desde mi voz y me tomo a mí misma como sujeto poético desde el que desgranar los misterios. No siempre me comprendo y escribo para averiguarlo, para aprehenderme y para saber quiénes son los otros. En ese proceso prende en mí la conciencia de lo que advierto en otras mujeres; entra en lid su sentir ante disyuntivas que nos son comunes y ante las que ellas suelen decirme que se identifican. Pero no porque que en el poemario sea una mujer la que habla doy ninguna fe de un divorcio entre mundo femenino y masculino. Ya sabemos que la poesía no tiene sexo.
¿Cómo ha sido la colaboración con la pintora María Maynar?
Hubo una conexión instantánea, alentadora, mutuamente entusiasta. Leyó los poemas tres veces seguidas, expresó su conmoción y cómo se desató en ella el imaginario que compartimos, esos peces caprichosos, arrecifes cimbreantes, el perfil de un rostro tendido con los ojos vendados vueltos sobre sí mismos para calar en arenas abisales cuando el mundo se vuelve hostil, opaco, airado.
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